Pregón de Navidad 1990
LUIS MARÍA SÁNCHEZ ÍÑIGO
“Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz”

En la noche del 18 de diciembre, en la Iglesia del Carmen de Vitoria, un numeroso público se reunió para escuchar el magnífico pregón que nuestro socio Luis María Sánchez Íñigo pronunció.
La actividad profesional y cultural de Luis María es de sobra conocida y reconocida en nuestra ciudad siendo promotor de numerosas actividades en torno al folklore y la cultura. Así mismo es reconocida su larga trayectoria belenista no pudiendo olvidar su presencia en el nacimiento de nuestro querido Belén Monumental de La Florida.

 


Gastainak “zirti zarta”
Erre bitartian
Kontu zaharrak
kontatzen Denak zukaldian.
Gurasoak zoratzen
Gastien tartian
Parerikan gabeko
Zorion pakian.

(Mientras se asan las
castañas con estrépito,
todos junto al fuego
narran viejos cuentos.
Los mayores entusiasmados
rodeados de los jóvenes
en la paz y felicidad
de la noche sin igual)
.

No me he resistido a prologar este anuncio de la Navidad con esta canción navideña de nuestra tierra, porque en su candorosa sencillez expresa, espléndidamente, el profundo sentido familiar que en nuestra cultura popular siempre ha caracterizado la Navidad.

Hoy, no es ya el crepitar de las castañas el sonido que acompaña los plácidos coloquios hogareños, porque los hábitos, los modos, y el consumismo se han encargado de novar las armonías de fondo de la escena. Pero su encanto, su calor y su sentido permanecen, aún cuando las castañas y las coles hayan cedido su puesto a otros manjares de más alto copete. La Navidad sigue siendo en nuestra cultura la exaltación de la familia.

Y es que la Navidad es, por antonomasia, exaltación: exaltación de valores humanos. Exaltación de sentimientos y de afectos. Exaltación de la solidaridad y del compartir. Exaltación de rancias, y siempre actuales, tradiciones y costumbres. Del júbilo, y de la alegría y del bien comer y del bien beber, que también esto puede ser santo y noble. Es la exaltación de la espontaneidad, de la ingenuidad, de la ilusión y de todo aquello que de noble hay en la naturaleza humana.

Pero, por encima de todo, inspirando todo, empapando todo, la Navidad es la exaltación apoteósica de la dignación divina, de la suprema generosidad de un Dios que ama del todo y gratuitamente, y que desde su absoluta infinitud, se viste de carne, se encierra en los estrechos límites de la naturaleza humana, para abrirnos a nosotros los hombres, sus creaturas, las puertas de su divinidad.

La Navidad constituye el fenómeno cultural más sorprendente de amalgama de motivaciones espirituales y prácticas terrenales, de lo religioso y lo profano, de lo vulgar y de lo sublime, de lo serio y de lo festivo, de lo particular y de lo universal.

Pero la Navidad es, además, trasformación.

Resulta enormemente sorprendente y difícil de comprender, la mutación que experimenta la vida toda en esta época del año. Las conductas no son las mismas. Las relaciones se endulzan, se hacen cordiales, cálidas, comunicativas. La vida profesional se distiende, se aligera, podría decirse que se humaniza. Las ciudades y los pueblos y los hogares se engalanan y se visten de fiesta.

Un clima de “aparente y exultante alegría” lo invade todo.

Pero, ¿qué ocurre? ¿A qué se debe esta radical transformación? ¿Acaso se trata, como algunos defienden, de restos de atávicas celebraciones, relativas al solsticio de invierno? O ¿son quizás residuales tradiciones paganas las que están en el fondo de este insólito fenómeno colectivo?

Pues no. Yo creo que no. Porque, si bien es cierto que el hombre, a lo largo de su historia, siempre ha adoptado una postura de admiración y sobrecogimiento ante fenómenos y hechos que no alcanzaba a penetrar, y que esa postura de sobrecogimiento y admiración se traducía en expresiones y celebraciones rituales o festivas, no es menos cierto que en la Navidad existe algo mucho más profundo que la mera fiesta, que el mero rito. En las celebraciones navideñas hay algo que trasciende lo puramente físico y sensorial. Hay algo que se adentra en lo más íntimo del ser humano, en su mismo espíritu, y modifica los comportamientos y despierta la nobleza y dignifica los ritos y las prácticas festivas.

Y es aquí, al constatar la causa de este fenómeno colectivo, cuando la capacidad de entendimiento se agota y la sorpresa llega al límite. Porque, este desbordamiento de sentimientos, esta vorágine de fiestas ungidas de trascendencia, esta trasformación radical de las formas de vida, se deben a la conmemoración de un hecho aparentemente irrelevante, insignificante, y hasta trivial.

Hace casi dos mil años, en el ano 5199 de la creación del mundo, en la semana 65 de la profecía de David, en el año 57 de la fundación de Roma, en la sexta edad del mundo, como dice el Oficio de Prima en los coros de Catedrales y Monasterios, en un rincón perdido de este mundo, en Belén de Judá, en un mísero establo, que para Él no hubo lugar más digno, rodeado de bestias, en el seno de la más humilde familia, nace un niño al que se le impondrá el nombre de Jesús.

Y este acontecimiento con apariencias de la mayor normalidad, en circunstancias que, desde una perspectiva humana, podrían tildarse de vulgares y hasta de miserables, origina la mayor conmoción conceptual y la mayor convulsión cultural que la historia ha conocido.

Pero, ¿qué tiene que ver, qué relación puede existir entre este hecho corriente del nacimiento de un niño falto de todo relieve social, y la transformación que de él se deriva? ¿Cómo es posible que el nacimiento de un niño constituya un hito histórico tan determinante?

Las preguntas quedan sin respuesta si no se consideran desde posturas de fe y de humildad.

Pero cuando el hombre afincado en estas posiciones de fe y de humildad inquiere con rigor el fenómeno de la Navidad, descubre en él, con júbilo, verdaderas expectativas de vida auténtica y el milagro maravilloso de su filiación divina.

Y ésta, y no otra, tiene que ser la causa de tal conmoción. Ésta tiene que ser la razón por la que la Navidad siempre ha ocupado un lugar preeminente en la expresión religiosa y cultural del mundo cristiano. Éste tiene que ser, sin lugar a dudas, el motivo por el cual, aún hoy en nuestros días, después de veinte siglos, a pesar del materialismo y del pragmatismo que nos invaden, la Navidad siga inspirando la vida y siga sacralizando mitos y ceremonias. Ésta tiene que ser, y no otra, la razón de ser de esta conducta colectiva transformada.

Y así el cortés, pero frío, “Buenos días”, formalismo obligado más que expresión de un deseo generoso, dicho con gesto hierático, inexpresivo, y, a veces, hasta de hastío, se ve sustituido por un cálido y cordial “Feliz Navidad” o “Felices Pascuas” o “Zorionak”, en nuestra lengua vernácula, que surgen inmediatos y espontáneos, de una sonrisa amplia, optimista, ilusionada.

Y la edad, y el sexo y la categoría social, no constituyen ya durante este tiempo circunstancias determinantes de conductas. Que hombres y mujeres, niños y adultos, sea cual sea su edad y su condición, intelectuales, obreros, religiosos enclaustrados o laicos inmersos en la vida mundana, todos por igual, hechos niños se lanzan a una carrera alocada de ingenuidad, de fantasía y de ilusión.

Y las familias enteras, al conjuro de la Navidad, se entregan con entusiasmo a una actividad frenética. Allá van padres e hijos, en atrevida expedición campera, en busca de las espinosas hojas de acebo salpicadas de carmín y del musgo que llegará a ser pradera belenera y de las piñas que, vestidas de oropel, penderán de muros y puertas del hogar.

Y mientras el padre acompañado de los hijos completa el repertorio de adornos navideños o de figuritas para el nacimiento, en tienduchas especializadas o en grandes almacenes en los que ¿cómo no? también se escuchan sones que cantan la Navidad, la madre flanqueada de las hijas mayores, surte la despensa de viandas y néctares de los que habrá de darse buena cuenta en la celebración de la Noche feliz y de la Pascua luminosa.

Luego llegará la hora de pensar en los regalos, tradición ancestral sublimada por la Navidad, y en grupos bien estancos para que ninguna información se filtre, el padre y la madre por un lado, y la madre y el hijo por otra, y el padre y la hija y la abuela y los nietos en sendos apartes, cavilan y deliberan secretamente sobre la oportunidad y la conveniencia de éste o aquel obsequio, midiendo, eso si, con escrupuloso esmero el grado de satisfacción y de alegría que pueda producir en el destinatario.

Y se pensará ¿cómo no? en la viuda desvalida, y en el compañero de trabajo solitario, y en la familia anónima desprovista de todo.

¡Qué maravilla de generosidad!. ¡Qué maravilloso poder de transformación el de la Navidad!.

Y a este prefacio desbordante de la Navidad se incorporan todos los sectores de la sociedad. Nadie quiere quedar al margen del acontecimiento.

Y ni los poderes públicos, laicos y en ocasiones declaradamente agnósticos, pueden sustraerse a su influjo. Y así cuajarán nuestras calles y nuestras plazas de interminables ristras de luces coloreadas en más o menos afortunados arabescos. Y colgarán de lugares y establecimientos orlas, guirnaldas y alegorías navideñas. Y el aire será surcado por melodías propias del acontecimiento. Y se organizarán festejos y cabalgatas. Y hasta se instalarán, como en nuestra querida ciudad de Vitoria-Gasteiz, monumentales nacimientos públicos, representación plástica asumida del milagro de la Natividad. Y el paisaje urbano se ve inundado de Navidad.

Se argumentará, con dejo de disculpa o de pretexto, que estas manifestaciones poco o nada tienen que ver con la efeméride de Belén, que obedecen, mas bien, a prácticas festivas tradicionales sin ninguna trascendencia espiritual. Ellos y nosotros sabemos que nada hay más lejos de la realidad. Ellos y nosotros sabemos que toda esta parafernalia, que todo este aparato festivo, que toda esta explosión de alegría y emoción significan el sentimiento profundo, la aceptación ineludible, la fuerza irresistible con que la Navidad está enraizada en nuestra cultura popular.

Y el mundo calculador, pragmático, intuitivo del comercio y de los negocios, también sube, con todo su poderío y su fuerza de penetración, aunque sin mucha adecuada intención, a este carro desbocado de la Navidad.

Conocedores como nadie de las técnicas publicitarias y de los métodos de influencia social, expertos acreditados en psicología colectiva, saben muy bien que si, en sus mecanismos de venta no aciertan en el sentir sensibilizado por la Navidad de sus posibles clientes, de ningún modo alcanzarán sus objetivos de ventas.

Y por eso inundan, también, sus establecimientos de productos con ribetes navideños y los visten con lujo desmedido, y sus altavoces vomitan sin cesar villancicos, y sus spots publicitarios invocan con tono dulzón y hasta empalagoso los nobles sentimientos que inspira la Navidad.

Todo cede al influjo de la NAVIDAD.

Pero volvamos al pueblo liso, auténtico y sin dobleces. Y veamos cómo en su sabiduría espontánea incorpora a la Navidad su arcano cultural; aún mejor como impregna de Navidad todo su caudal cultural. Veamos como aquellos fenómenos naturales que otrora revestían caracteres recónditos y misteriosos han entrado de lleno, con encantadora ingenuidad en el repertorio navideño.

Y así el Sol, señor de la vida en remotas épocas, entra hoy en el romancero de la Navidad identificado con el Creador de la Vida misma: “Gabaren erdian, zeru garbian eguzki berri bat agertu da bart” (En medio de la noche, en el límpido Cielo ha aparecido un nuevo Sol), reza el villancico vasco.

Y el fuego, purificador en la mitología pagana, es ahora, en la épica popular navideña, representación del Purificador por excelencia. Si no ¿qué representan las hogueras tradicionales, o el tronco chamuscado de Noche Buena en nuestro Valle de Aramayona (Gabon enborra), o las constantes alusiones ígneas en la poesía popular (En Belén tocan a fuego, del Portal salen las llamas).

Y las facetas más intrascendentes de la vida también se ven elevadas de condición y se incorporan a la epopeya de Belén: la Virgen lava pañales, o San José pesca en el rio mientras los peces cantan, o el Divino Niño se ve privado de su ajuar porque los ladrones se lo han robado, o el zagalillo que lamenta desolado “A este Niño que ha nacido todos le traen un don, yo soy pobre, nada tengo, le traigo mi corazón”.

¡Qué estupenda muestra de poesía, de ingenuidad y de devoción!. Y esto es la Navidad: Poesía, Ingenuidad y Devoción.

El hecho de que este simpático acto de anuncio de la Navidad haya sido iniciativa de la Asociación Belenista de Alava, y la circunstancia de que yo sea un devoto aficionado a la instalación de belenes, como expresión plástica del Misterio de Belén, me inducen a dedicar esta última parte de mi intervención a esta bella, artística y devota tradición de “EL BELEN”.

Entre todas las formas de expresión popular que afloran en este tiempo de Navidad hay una que destaca sensiblemente entre todas por su elocuencia, por su significado y porque es un poco el compendio de todas las demás. Me refiero a los belenes, a los nacimientos, a los pesebres, como queráis y como os resulte más íntimo denominarlos.

Y me refiero a todos los nacimientos; a todos los belenes sean públicos, colectivos o familiares que todos se adornan de los mismos méritos y de las mismas calidades; sean fruto de ilusionados aficionados o hayan salido de las manos de eximios santeros, se alojen en recoletas capillas parroquiales, o se acojan humildemente a cualquier rincón de nuestros hogares…

Pero voy a centrar mi descripción en los belenes familiares porque son, sin lugar a dudas, los que acaparan mayores dosis de ilusión, de entusiasmo y de emoción.

Por eso y porque, dentro del acontecer navideño de nuestras hogares, constituyen un ritual, una liturgia, casi una representación escénica de incomparable calidad plástica, a la vez que motivo singular de comunión familiar.

Adentrémonos en este teatro imaginario del hogar y veamos cómo se producen los hechos.

El equipo de tramoya se entrega afanoso a la instalación de la escena.

Con frecuencia, en nuestro lenguaje coloquial, se utiliza un símil para expresar la idea de desorden, de barullo y de jaleo y se dice que “se ha armado un Belén”.

Yo desconozco la procedencia de la expresión. Pero después de presenciar el espectáculo que nos descubre la puerta al abrirse, no me cabe la menor duda de su origen y de su veracidad.

Allí yacen desparramados por el suelo, en mezcolanza indescriptible, pilas de corcho bruto, manojos de cables eléctricos, un saco de musgo con su exquisito aroma de humedad, producto de aquella atrevida expedición, puntas, clavos y herramientas de todo género, y el saco de serrín que se encargará de expandir por toda la sala una finísima capa de polvo que unificará los tonos y las formas del mobiliario. Y apoyadas contra la inmaculada pared agrediendo el papel decorado que con tanto esmero cuida la dueña de la casa, las tablas que habrán de soportar el paisaje de Belén que más tarde surgirá.

Y en un rincón, a buen recaudo, a salvo de cualquier fortuito accidente, las figuritas de barro, actores de la representación, que alineados como en formación militar esperan pacientes, disciplinadas, la hora de su intervención.

Y allí aguardan también las diminutas casas de bella arquitectura oriental y frágil construcción de corcho, y los árboles y las palmeras y el palacio de Herodes.

La actividad es frenética, y el imaginario paisaje que acogerá las escenas de la representación va tomando forma entre un torbellino de idas y venidas, de empujones, de posturas acrobáticas, de diálogos alborotados, y de exclamaciones de alborozo y hasta de algún exabrupto que se escapa incontrolado de los labios del padre cuando el martillo que blande, con no excesiva pericia, yerra el clavo y golpea impertinente su pulgar, o de los de la madre cuando advierte despavorida que el benjamín de la casa acaba de vaciar el saquete de serrín en la butaca.

Por fin el trabajo concluye. El polvo y el desorden -bendito desorden- son ya pasado. Y toda la familia en apiñado grupo contempla embelesada el resultado de su empeño. El padre con la cabeza ligeramente inclinada y los ojos entornados se recrea, con infantil vanidad, en la perfección de su obra.

Pero atención que va a dar comienzo la representación.

El escenario presto. Como telón de fondo el firmamento infinito hecho de diminutas estrellas de papel de aluminio, sobre otro papel azul, ni muy pálido ni muy oscuro, que ha de servir para la noche y el día según sea el caudal de luz que sobre él se proyecte. Delante montañas de papel tintado y hasta de escayola coloreada, según sea el virtuosismo del escenógrafo; riscos de horadadas cortezas de alcornoque; verdes praderas de mullido musgo en las que pastan ovejas de patas rígidas y rectas; arroyos del más auténtico cristal salvados por pretenciosos puentecitos polvorientos; caminos de serrín que de ningún sitio vienen y todos van al Portal. Y el castillo de Herodes encaramado, con soberbia, en el pico más alto de las lejanas montañas. Y el diminuto poblado cuyas puertas se mostraron inmisericordes ante la urgencia de María. Y la posada en la que José pidió asilo. Y la fragua. Y el pozo. Y ya más cerca, en la embocadura misma del escenario, la gruta o el portal, que ambas versiones valen, albergue de bestias, con su pesebre repleto de paja en donde María va a depositar, con todo su amor, a Jesús recién nacido.

El elenco de actores lo componen aquellos diminutos personajes de frágiles cuerpecitos de barro, como lo acreditan sus abundantes mutilaciones. Pero auténticos colosos de la escena, porque, con el realismo de sus vestimentas hebreas y de sus estáticos ademanes van a representar, con riguroso realismo, nada más y nada menos que el mayor misterio de la historia de la humanidad, misterio de la Navidad.

Pero ¿cómo ha de ser ello posible, si permanecen inmóviles y silenciosas?.

No, amigos míos, no. Que en su quietud late auténtica vida y en su mudez se escucha penetrante el mensaje navideño.

Abramos con humildad y con deseo nuestros ojos y nuestros oídos y percibiremos con nitidez, como en ese mundo de dimensiones liliputenses, surgen por vez primera las actitudes, los sentimientos y las emociones que a lo largo de la historia ha despertado y sigue despertando el nacimiento de Jesús.

Y allá esta Él, el protagonista de la historia, Dios infinito convertido en niño desvalido nacido de mujer, víctima sufriente de la insolidaridad y de la inclemencia. Él, que es expresión viva de amor y generosidad infinitos, acostado humildemente entre miserables pajas, que a su contacto se encienden de brillos de cielo.

Y la madre Virgen inclinada sobre el pesebre, extasiada ante tanta grandeza y tanta bondad nacidas de su vientre.

Y José, modesto y humilde como siempre, en segundo término, sereno, parece vigilar con ademán protector a su familia, la Sagrada Familia de Belén.

Y allá también, en el umbral del portal, con gesto de reverencia y embeleso, la lozana pastora con un corderillo en brazos que no cesa de balar, y el fornido labriego que ofrece al niño una orza de miel y el zagalillo con su zurrón vacío que susurra desolado como en el villancico: “yo soy pobre, nada tengo, te traigo mi corazón”. Y en un rincón apartado, como avergonzado, un anciano de hombros humillados por los años, de rizada barba blanca, orgullo del imaginero que lo modeló, que en su silencio, con ojos encendidos por la emoción, las manos vacías y los brazos tendidos hacia el Niño parece decir como el zagalillo: “Tómame a mí, que otra cosa no tengo”.

Fuera ya del Portal los actorcillos de barro, con su indumentaria multicolor y sus evidentes mutilaciones, expresión plástica de nuestras limitaciones humanas, se conducen diversamente. Los hay que con sobrio continente se entregan a sus quehaceres cotidianos: el herrero martilla en su fragua, mientras la lavandera lava a la orilla del río, o el pastor con su mentón apoyado en el extremo de su cayado, apacienta vigilante su rebaño. Resulta evidente que desconocen la buena nueva.

Otros, en cuyo gesto se adivina la posesión de la noticia, cargados de los más variados objetos, se dirigen al Portal en largas caminatas por aquellos senderos de serrín que de ningún sitio vienen, pero que al mismo sitio van.

Otros de allí regresan, aligerados de su carga, pero cargados de júbilo, pregonando con entusiasmo a los cuatro vientos la maravilla que acaban de presenciar.

En un lateral de la escena, guarecidos del rocío de la noche, en una hendidura de los riscos de corcho en las que se encaraman intrépidas las cabras de sus rebaños, junto a un retorcido olivo que crece con hambre y sed, un grupo de pastores reposa de las fatigas del día. Y un ángel radiante surge del cielo oscuro y les participa la gran noticia: Jesús ha nacido, id y adoradle. Y allá van raudos los pastores, por los mismos caminos de serrín, y descubren al Niño y adoran al Dios que en él se encarna y de allí vuelven transformados como tantos otros. Y todos juntos, pastores, labriegos, zagales, lavanderas, molineros y mercaderes bailan alegres al son del pandero y de la zambomba, que esta noche es la más feliz de la historia de la humanidad.

En una cima lejana recortada contra las luces del amanecer surge, majestuosa, la silueta de tres esbeltos camellos portantes en sus jorobas de sendos personajes, de solemne porte y exquisita figura. Son los Magos de Oriente que, guiados por la estrella, se dirigen a Belén para rendir al que ha nacido, adoración, pleitesía y honor.

Pero el mal, tremenda tragedia teológica de la humanidad, también tiene su papel en la representación. Allá, a lo lejos, surgen feroces, sanguinarios, unos soldaditos ataviados con purpurinescas armaduras que blandiendo diminutas espadas degüellan niños inocentes por doquier. Buscan locos de odio al Niño de Belén. Quieren arrancar de la faz de la tierra el incipiente milagro de amor y de esperanza.

La acción concluye. Las figuritas de barro vuelven a su quietud y a su silencio. Y mientras el imaginario telón cae parsimonioso, allá a lo lejos, en los montes de Belén, los querubes cantan y el eco de valle en valle, repite insistente una y otra vez:

¡GLORIA A DIOS EN LO ALTO Y AQUÍ, EN LO BAJO, EN LA TIERRA, PAZ!.”

Luis María Sánchez Íñigo
Navidades 1990