Pregón de Navidad 2003
TOTI MARTÍNEZ DE LEZEA
“Los belenes, recuerdo de mi infancia”

 

Hoy, 20 de diciembre de 2003, el Teatro Principal se viste de gala para acoger el Pregón de Navidad de este año, a cargo de Dña. Toti Martínez de Lezea, escritora que no necesita presentación. Un teatro lleno hemos disfrutado de este entrañable acto.

 


“Gabon gustioi ta ongi etorriak Gasteiz eta Arabako etxera. Milesker zuen presentziagatizk gaur hemen, lagunen artean.

Queridos amigas y amigos, aquí me encuentro ante vosotros leyendo el pregón de Navidad, algo que es la primera vez que hago en mi vida, pero me gustan los retos y éste, sin duda, es uno muy importante. Acepté la invitación de la Asociación de Belenistas de Álava porque creí que se trataría de un acto familiar, con los amigos de los belenes, entre copillas de vino dulce y mazapanes de las monjas. Y ¡aquí me tenéis! sin saber muy bien qué se dice en estas ocasiones ni qué cara poner. También acepté porque me enterneció, así como lo oís; porque los belenes son parte de los recuerdos de mi infancia y siempre me han gustado. Traen a mi memoria momentos cálidos, narices pegadas a los escaparates, tarjetas de Navidad pintadas a mano, emociones y reuniones familiares, el olor a castañas asadas, los deseos de felicidad de amigos y vecinos, el silencio en las calles y las luces encendidas en las ventanas. Recuerdo una mesa de casa cubierta de musgo comprado en el mercado de la plaza de los Arcos, el papel azul con estrellas pegado en la pared, el río de papel de plata, las casas de cartón, las figurillas de pastores y aldeanos, los magos en sus camellos, la choza del misterio con su estrella de purpurina encima. Los belenes mantienen la ilusión de los niños y recuerdan a los adultos que ellos también lo fueron un día. Nos hacen, a los adultos, recuperar por unos instantes la inocencia que tuvimos y perdimos, sentirnos bien durante unos instantes, en paz.

En fin, ya que en ello estamos, voy a hacer lo que mejor sé: contaros una historia.

Hace mucho, mucho tiempo -no se sabe en qué fecha exactamente y tampoco se sabe muy bien en qué época del año ocurrió, pero ninguna de las dos cosas tiene importancia-, un hombre y una mujer llegaron a un pequeño pueblo, igual a muchos otros, de casas desperdigadas, con sus huertos y sus problemas de cada día. Los viajeros habían recorrido un largo trayecto y estaban cansados; él iba a pie y llevaba asidas las riendas del borrico sobre el cual cabalgaba la mujer, joven y embarazada. Cumplidos los nueve meses, ella sentía el vientre pesado y la presión de la criatura que empujaba por salir; las contracciones eran cada vez más seguidas, pero no se lamentaba y rogaba en silencio para que tuvieran tiempo de encontrar pronto un refugio.

El pueblo estaba lleno de visitantes y la posada repleta hasta los topes. El hombre suplicó que se les permitiera acomodarse en algún rincón, aduciendo el estado de su esposa y el cansancio del viaje, pero el posadero se negó. No había sitio, les dijo, y volvió a sus quehaceres. A través de las ventanas de las casas podían verse familias reunidas en torno a mesas repletas de platos de comida y dulces; también se escuchaban canciones y risas. Era un día de fiesta y los lugareños lo festejaban con alegría. El hombre llamó a varias puertas y las respuestas fueron todas las mismas: una a una, se cerraron para los viajeros. Nadie quería líos y una mujer a punto de alumbrar sólo sería motivo de complicaciones. Habría que procurarle una habitación, lienzos, mantas, alimentos … y si algo salía mal, ¿quién se haría responsable?. Además, eran unos desconocidos, unos extranjeros que vete tú a saber de dónde venían y si estaban mintiendo. Podían ser ladrones, gente huida de la justicia, unos aprovechados o unos muertos de hambre, y bastante tenía cada cual con sus propios asuntos como para ocuparse de los demás. La noche había caído y apenas se veían personas transitando por el lugar. El hombre miró desesperado a su mujer y ésta cerró los ojos, resignada. Los dolores eran cada vez más fuertes; la criatura no estaba dispuesta a esperar por más tiempo y ella se dispuso a buscar una esquina, un lugar cualquiera, para dar a luz. Finalmente, alguien se apiadó de ellos y les indicó una cuadra en la que guarecerse, a las afueras de la población, y hacía allí se encaminaron sin tardanza. El lugar era pequeño. Sus paredes de adobe y el tejadillo de ramas apenas servían de defensa contra el viento que se colaba por las rendijas, pero, al menos, se dijeron, su bebé no nacería al aire libre, en un descampado, a merced de las inclemencias del tiempo y de las alimañas salvajes. Vacas, cabras y ovejas ocupaban el menguado espacio y ni siquiera había un candil con que alumbrarse.

Y lo que los hombres y mujeres de aquel pueblo no fueron capaces de hacer por sus semejantes, lo hicieron los animales. Se apartaron para dejar un espacio a los recién llegados; los rodearon para protegerlos del viento y los calentaron con su aliento, dándoles ánimos, indicándoles que no estaban solos.

Y nació la criatura, un niño, hermoso como un dios, como lo son todas las criaturas. Nació entre mugidos y balidos, bajo la atenta mirada de un enorme buey de ojos grandes y tristes, tumbado sobre la paja para que la madre pudiera recostarse en él; y la del borrico, tan cansado como sus amos. La cabra de las ubres más repletas se aproximó entonces y el hombre alimentó a su compañera desfallecida con la leche templada, recién ordeñada; las ovejas, a continuación, se acercaron a la madre y a su hijo y les dieron calor con sus cuerpos cubiertos de lana.

Aquella noche, los habitantes del pueblo salieron de sus casas sorprendidos. Los había despertado un sonido dulce, igual a un ronroneo melodioso, a una canción de cuna, que procedía de la cuadra de las afueras. La noche era clara, la luna brillaba en todo su esplendor, y una estrella escapada alumbraba el lugar con mayor intensidad que si hubieran sido encendidos miles de cirios a un tiempo. Los curiosos que se aproximaron contemplaron, maravillados, la escena. El niño dormía en brazos de su madre y ésta en los de su compañero, los tres acunados por el suave balar de los corderos.

Antiguamente, en esta época se celebraba la fiesta del solsticio del invierno, que tenía varias significaciones, a decir de los estudiosos, la más importante era, sin duda, que tuviera lugar durante la noche más larga del año. Tal vez, el miedo a verse de nuevo inmersos en la oscuridad del periodo glaciar estuviese en la base de esta fiesta que nuestros antepasados celebraban encendiendo grandes hogueras para alentar el regreso de la luz diurna. Pero también significaba el descanso de la naturaleza antes de renacer una vez más, la época de la siembra que aportaría el medio de subsistencia, la hibernación de pequeños y grandes mamíferos y el nacimiento del nuevo sol, fuente de vida, celebrado por los pueblos antiguos. Así mismo, suponía un momento importante para hacer balance de lo realizado y proyectos para el futuro; recapacitar sobre errores pasados y alentar las esperanzas, aunque toda esta simbología haya quedado enterrada en la memoria de nuestra sociedad, más preocupada por su bienestar material que por el espiritual. El encuentro junto al fuego del hogar, el ceremonioso encendido del tronco que ardería durante la semana que va de la Nochebuena a la Nochevieja y cuyas cenizas servirían para bendecir las huertas y las cuadras, lo mágico de unas fechas que generaciones enteras sintieron como algo especial, ha quedado relegado al olvido.

Suele ser costumbre en estos días desearnos felicidad y prosperidad y eso mismo deseo yo a todos los alaveses y, en especial, a los que hoy estáis aquí compartiendo con nosotros estos momentos. Que los meses pasados, si han sido malos, queden atrás; la paz reine en nuestros hogares y el amor sea una flor que nunca se marchite; pero los buenos deseos no han de ser cosa pasajera, ni algo cortés que se dice por decir durante estas festividades, puesto que las palabras nada valen si no van acompañadas de sentimientos profundos y sentidos, y esto es lo que yo siento al decirlas hoy aquí, en mi pueblo, donde crecí rodeada del cariño de los míos y transcurrieron mis Navidades infantiles llenas de magia.

Quiero también recordar a todas aquellas personas de nuestro entorno para las cuales la felicidad es un sueño lejano o difícilmente alcanzable. Un gesto, una palabra, una mano tendida, pueden cambiar sus vidas. No voy a enumerar aquí todos los casos de personas que precisan de nuestro apoyo porque la lista sería enormemente larga y podría olvidarme de alguna. Y también porque cada uno de nosotros sabe que este mundo en el que hemos nacido, apasionante, hermoso y desastroso a la vez, cojea de muchas patas. Pero, entre todos, quiero sin embargo en este día tan señalado recordar a los niños de cualquier lugar, raza o religión. A los niños maltratados, a los abandonados, a los que llegan en pateras; a los niños convertidos en soldados sin haber vivido, a los niños enfermos, a los trabajadores esclavos que jamás han tenido un juguete entre las manos, a los huérfanos, a los que sufren abusos sexuales, a los que nacen para morir de hambre y de sed, a los niños víctimas de la violencia, a los que jamás han conocido una caricia ni una palabra de cariño y nunca han podido hacer realidad sus deseos.

Yo también tengo un deseo. Desearía pedir calma, tranquilidad, diálogo, y que nos escuchemos unos a otros porque nada es blanco o negro en esta vida. Como dijo Teilhard de Chardin: la humanidad se enriquece con la unión de las diferencias. Cada uno de nosotros es una persona única, pero nuestras diferencias no son las únicas, ni las más perfectas, ni las que más razón tienen. Es la unión de ellas, el respeto, la tolerancia, lo que nos enriquece. Todos deberíamos aprovechar estos días para hibernar como los osos, dedicar un tiempo a la meditación y salir de las cuevas que nos albergan; echar una mirada alrededor y sonreír más a menudo.

Si existe un momento especial, y yo diría que utópico, durante el año, sin duda éste es la Navidad, pero no la Navidad del consumo, de los regalos obligatorios, de los gastos exorbitantes que endeudan a las familias, de la lotería, de las bombillas que disparan el presupuesto público y de los villancicos repetidos hasta la saciedad en los comercios. La Navidad que yo os deseo es la de los sueños infantiles, la de la ternura, la de los recuerdos, la del encuentro, la del perdón; no algo que dura unos días y luego se guarda en el baúl al igual que los adornos y los belenes hasta el año siguiente.

Que vuestra Nochebuena sea en verdad una Buena Noche.

Zorionak gustioi bihotz-bihotzeko. Bizia ederra da ta ederragoa izango da guk nahi ba dogu, hau gure eskuetan dago. Maitasuna ta pakea gustioi, gaur eta beti. (Felicidades a todos de corazón. La vida es hermosa y más hermosa será y así lo queremos. Amor y paz para todos, hoy y siempre).”

 

Toti Martínez de Lezea
Navidades 2003